Bipartidismo y dinámica perversa
Nuestro peculiar sistema electoral venía arrojando hasta estas elecciones tres divisiones bastante claras: los beneficiados (PP y PSOE), los proporcionalmente representados (nacionalistas periféricos) y los perjudicados (partidos estatales menores). Aunque suele afirmarse que el sistema beneficia a los nacionalismos, tal aseveración es empíricamente falsa. Los nacionalismos se encuentran representados aproximadamente como merecen, y haríamos mal en achacarles a ellos los problemas de nuestro modelo representativo.
A la extendida imagen del nacionalismo bisagra que recibe contraprestaciones desmedidas habría que superponerle otra escena igualmente cierta pero no tan aireada. En ella PP y PSOE primero devoran cualquier alternativa de ámbito español y después se reparten sus escaños. Porque, como ha demostrado el 9-M, es así como se construye la sobrerrepresentación de ambos: a partir de la infrarrepresentación de los ciudadanos que votan IU, UPyD o cualquier otra tentativa de alcance nacional.
Lento pero seguro, el bipartidismo ha acabado por imponerse en todos los rincones no nacionalistas de nuestra geografía. Los partidos estatales que han sobrevivido pagan un precio tan excesivo que carecen de posibilidades de permanencia más allá de lo testimonial y lo meritorio. El grotesco cálculo que permiten los escaños de los seis partidos menores resulta demoledor: de los 17 diputados que suman, los 3 que pertenecen a IU y a UPyD tienen más votos que los otros 14 en su conjunto. ¿Qué expectativas pueden albergar formaciones sometidas a semejante trato?
Hay dos clases de razones para considerar nefasto el panorama que dibuja este nuevo escenario en el que sólo hay ya dos divisiones (PP-PSOE y los nacionalismos). En primer lugar las relativas a la dinámica que arroja sobre nuestro sistema político. Por un lado, los dos grandes únicamente pueden ganar si descalabran al rival.
La recurrente polémica sobre la crispación ha de entenderse en este contexto, porque se trata en buena medida de un comportamiento inducido institucionalmente: PP y PSOE están condenados a enfrentarse. Ambas formaciones luchan en un escenario de tierra quemada en el que cualquier concesión ha de interpretarse siempre como una derrota y un avance del rival. Por otro, sólo el nacionalismo queda en pie para pactar. Se trata de una dinámica intrínsecamente perversa: el país se consume en un enfrentamiento que roza lo cainita y cuyo desenlace va a ser siempre el mismo: el pacto con los nacionalismos.
El segundo tipo de razones se relaciona con la ética democrática y con los valores constitucionales que en teoría nutren nuestro sistema político. La lectura más sencilla de lo que han supuesto las últimas elecciones es esta: para los ciudadanos españoles no nacionalistas el pluralismo ha desaparecido definitivamente de su horizonte de posibilidades. Todos esos millones de ciudadanos son forzados en la práctica a elegir entre un menú a dos, no hay más opciones. Los mecanismos mediante los cuales se les somete son conocidos: voto desigual y reducción de la libertad de opción merced a la presión del voto útil. El resultado también: injusticias flagrantes en el reparto de escaños.
Treinta años después de que la Constitución viera la luz, los principales valores que sobre el papel la animan -igualdad, libertad, justicia y pluralismo- son para la mayoría de los españoles poco más que retórica barata en lo que a su representación política se refiere.
El bipartidismo y su dinámica se han impuesto de un modo tan arrollador en estas elecciones que, sin modificar el modelo representativo que nos dimos en la Transición, no parece posible otro horizonte. El ideal de la representación proporcional podría solucionar tanto las carencias democráticas básicas como los problemas que arrastra hoy la configuración del poder. No sólo garantizaría la justicia en la representación, motivo ya de por sí suficiente si de verdad se asumen los valores constitucionales; es que, además, la dinámica institucional que previsiblemente desplegaría abundaría en un inmediato beneficio para el funcionamiento de nuestro sistema político.
En cuanto a los valores, sólo hemos de imaginar lo que de modo inmediato supondría la proporcionalidad. Cada ciudadano podría votar por su opción preferida, sin cortapisas de ningún tipo (libertad). Cada voto contaría exactamente lo mismo (igualdad). Cada partido recibiría la proporción de escaños que los ciudadanos, y no las artimañas del sistema electoral, le concedieran (justicia). ¿Hay que decir algo más si de principios se trata? Lo inaudito aquí y ahora es que tales valores se vean todavía en el trance de ser defendidos, porque ni su fundamento ni su idoneidad deberían encontrarse sometidos a discusión ni lesionados en la práctica. No son opciones, son derechos.
Las objeciones que suelen lanzarse contra la proporcionalidad provienen normalmente del lado de la dinámica institucional. Durante la Transición se estimó necesario "corregir" la proporcionalidad para promover la gobernabilidad del frágil sistema constitucional que, tras cuarenta años de oscuridad franquista, iniciaba su andadura. Tal razonamiento carece ya de vigencia. No sólo porque el sistema se ha asentado, sino porque además el tiempo ha invalidado el argumento: con excepción de la de 2000, no hay mayorías absolutas desde 1989. No es que se esté de acuerdo o no, es que no hay caso. Aunque los correctivos a la proporcionalidad se mantienen, los alegados beneficios de tal sacrificio no hacen acto de presencia. En libertad, en igualdad, en justicia y en pluralismo (se dice pronto) los ciudadanos seguimos pagando el precio, pero la recompensa no aparece. En lugar de gobernabilidad recibimos polarización y dependencia periférica.
Si el 90% de españoles no nacionalistas disfrutaran de un sistema proporcional no habría que esperar ninguna explosión de nuevas formaciones, tal y como el ejemplo de Madrid viene a demostrar. Los madrileños votan desde 1977 en un sistema totalmente proporcional con una barrera del 3%, y no se ha producido una debacle a la italiana ni nada parecido. Los cuatro partidos de ámbito nacional que ya hay serían probablemente más que suficientes. Pero el reparto de escaños entre ellos sería justo y los votos emitidos para ellos serían libres. Libres e iguales. Y los pactos posteriores lo serían bien entre ellos, lo que hasta ahora es imposible; bien con los nacionalistas, como hasta ahora. No parece un horizonte demasiado inquietante sino todo lo contrario. En este país ni tenemos sólo dos voces ni los ciudadanos nos merecemos estar condenados a un eterno enfrentamiento entre ellas.
El ideal de la proporcionalidad electoral podría así solucionar tanto los problemas de ética democrática como los de dinámica política. Garantizaría la justicia en la representación y promovería una mayor eficacia institucional. Pero quienes han de tomar nota de ello son el PP y el PSOE, precisamente los más beneficiados por el actual estado de cosas. Aunque sin duda la reforma del sistema representativo es una exigencia de Estado, está por ver si ambas formaciones se encuentran a la altura. Después de todo, los perjudicados somos el país y sus ciudadanos, no ellos ni sus dirigentes.
Jorge Urdánoz Ganuza es doctor en Filosofía, Visiting Scholar en la Universidad de Columbia, Nueva York.
» Artículo publicado hoy en El País
1 comentario:
Muy interesante este artículo. Me planteo qué se podría hacer para convertir la modificación del sistema electoral en una reivindicación prioritaria, tendría que ser promovida en todos los ámbitos posibles, desde un partido será casi imposible
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