octubre 02, 2008

Salvar al apóstata


De todo hace mucho tiempo. Incluso de Franco. Pero en aquellos tiempos lejanos el abajo firmante decidió contraer matrimonio civil. Tenía 21 años y uno de los papeles necesarios era, ya ven, un certificado de apostasía. Recuerdo perfectamente aquel momento. El párroco, un hombre joven, me atendió sin ningún tipo de extrañeza. Hablamos un largo rato. De la universidad, del amor, un poco de política, también de la necesaria burocracia. Me extendió una hoja de papel mecanografiado en el que figuraban todas las renuncias a las que, ante la pila bautismal, se había comprometido en mi nombre mi padrino cuando era bebé. Una a una fui firmando esas frases y allí donde ponía "renuncio" yo tenía que firmar bajo la palabra "acepto".


Tal vez un extraño escalofrío me sacudió cuando tuve que estampar mi firma bajo un texto en el que más o menos se venía a decir que aceptaba a Satanás y a sus pompas. Le dije al párroco que yo, personalmente, no tenía ningún interés en abandonar la fe de mis padres, que lo único que deseaba era casarme ante un juez o un alcalde como hacían los ciudadanos de la República Francesa. El sacerdote, comprensivo, me deseó que fuera muy feliz. Él se guardó aquel documento, me extendió una copia para el juzgado y salí a la calle convertido en un apóstata perplejo y escasamente convencido, no sin antes sentarme unos instantes en los bancos de la iglesia para despedirme de ritos, emociones, imágenes y esperanzas. No me sentí más libre ni más huérfano. Y, a pesar del papel, puedo afirmar que siempre he sabido intuir dónde se encontraba el tal Satanás y sus famosas pompas.

Y ahora leo que el Supremo acaba de fallar contra los ciudadanos que, en uso de sus convicciones, desean abandonar la Iglesia católica y que no quede ni rastro de su nombre en los archivos. Naturalmente, ahora son otros tiempos. Cuando me forzaron a apostatar, el Concordato dotaba a la Iglesia de importantes recursos. Ahora, en cambio, hay que avalar las necesidades de la Iglesia en función de los fieles inscritos. No es una cuestión teológica, sino económica.

A los apóstatas actuales se les niega jurídicamente la posibilidad de borrar su paso por la Iglesia. Sé que sus motivos no son los míos. Alguna vez entro en el templo y ni Dios ni yo nos acordamos de aquel infausto papel que me vi obligado a firmar por una doble cuestión de amor y de amor propio. Pero la libertad de elegir debería tener en la burocracia eclesial y en sus monaguillos judiciales una salida justa para aquellos que simplemente no quieren seguir. La generosidad cristiana debería entender que fuera de la Iglesia también hay salvación para los críticos.

Joan Barril

» Artículo publicado en El Periódico

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