Patriotas de cercanías
Hay una clase de cartas, entre las que me escriben los lunes, cuya virulencia supera, incluso, las de las feministas galopantes de género y génera y las de las pavas con indigencia intelectual, incapaces unas y otras de entender nada que no responda al canon obvio de ese mundo virtual que se han montado y que tanto aplauden, para evitarse problemas, ciertos tontos del haba. Yo tengo un par de ventajas. Por una parte, ese canon artificial me importa un carajo. Por la otra, hace cuatro o cinco años escribí una novela sobre mujeres, machismo y algunas cosas más, y a su contenido -corrido de los Tigres del Norte adjunto- me remito cuando vienen diciendo que les toco la bisectriz.
En cualquier caso, como digo, ese correo femenil descompuesto de humor, inteligencia y maneras no es lo que más chisporrotea. Lo más plus de lo plus llega cada vez que me introduzco, saltarín, en los jardines nacionalistas. Ahí de verdad que sí. Ahí es donde paletos espumajeantes y tontos de campanario -no siempre son sinónimos, aunque a menudo lo parezcan- sacan lo mejor de sí mismos, y de sus argumentos, para ciscarse en mis muertos. En mis muertos españoles, naturalmente. Eso me pone en situación delicada, pues como saben quienes me leen desde hace tiempo, mi concepto de España y de los españoles, desde Indíbil y Mandonio hasta ayer por la tarde, no puede ser más incómodo y descorazonador. No sé cuántas veces habré escrito en esta página, en los últimos doce o trece años, país de mierda o país de hijos de la gran puta; conceptos estos que, por cierto, también generan su propio correo específico, esta vez del sector Montañas Nevadas. Pero mis astutos corresponsales patriachiqueros no se dejan engañar, porque son muy listos, e incluso bajo tales exabruptos detectan un españolismo de fuego de campamento, brazo en alto y en el cielo las estrellas, de ese que tanto les gusta practicar a ellos en versión propia, o que tanto necesitan en otros para justificar su trinque, su mala fe o su imbecilidad.
Esta clase de cartas llegan, indefectiblemente, cada vez que menciono asuntos históricos, a los que tengo cierta afición. Y no deja de tener su gracia. Uno puede desayunarse cada mañana viendo en los periódicos y la tele cómo gudaris y otros paladines catalaúnicos, celtas, euskaldunes, andalusíes o de donde sean, incluso cretinos bocazas peinados de través como el coqueto y casposo Iñaki Anasagasti, meten el dedo, removiéndolo, en cuanto ojo encuentran a mano, con tal de joder un poquito más, o se limpian las babas con cualquier bandera que no sea la de su parcelita. Pero que a los demás no se nos ocurra, por Dios, hablar de Historia, ni de España, ni de nada, ni siquiera en términos generales, que no coincida exactamente con lo expuesto en el escaparate de su negocio. Hasta ahí podíamos llegar. Algunos, incluso, son inteligentes. O lo parecen. Ésos, más allá del rebote elemental, suelen descolgarse con una contundencia, una seriedad pseudocientífica y unos aires de autoridad tales que hasta al cartero de El Semanal, que es un pedazo de pan, lo hacen picar de vez en cuando. Son capaces de desmentir, sin empacho, cuanto se ponga por delante. Veinticinco siglos de memoria documentada, bibliotecas, viejas piedras y paisajes no tienen la menor importancia frente a la historia local reescrita por mercenarios de pesebre, que es la única que les importa. Mal acostumbrados por gobernantes expertos en succionar entrepiernas a cambio de votos -desde el amigo Ansar al pacífico Sapatero-, a los patriotas de cercanías les sienta fatal que alguien les lleve la contraria a estas alturas del desmadre, cuando gracias a la cobardía, la incultura y la estupidez de la infame clase política española todo parece estar, por fin, al alcance de su mano. Quisieran esos pseudohistoriadores de tebeo que, cada vez que llega una de sus cartas refutando con argumentos de hace tres días lo que gente docta e inteligente tardó siglos en acumular, probar y fijar, yo me levante de la mesa, vaya a mi biblioteca, y ante los veinte mil libros que hay en ella, ante las catedrales, los castillos, los acueductos romanos, las iglesias visigodas y los museos, ante los documentos históricos conservados en los archivos de toda España y de medio mundo, diga:
«Mentís como bellacos. Acaba de poneros patas arriba mi primo Astérix con dos recortes de periódico, cuatro cañonazos de Felipe V y las obras completas de Sabino Arana».
Encima, oigan, algunos amenazan con no leerme nunca más, o juran que no volverán a hacerlo en el futuro. Para castigarme por españolista, por facha y por cabrón. Y qué quieren que les diga. Que sin lectores así puedo pasarme perfectamente. Que vayan y lean a su puta madre.
Arturo Pérez-Reverte
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